Nudos y bordes, para imaginar un desborde

Un primer gesto: situar la zona de la discusión. Que implica considerar la notable diferencia entre el momento anterior del neoliberalismo, con su conjugación posible con los derechos civiles y este momento, el de un capitalismo de millonarios atendido por sus propios dueños y una concepción represiva de la vida social. Esto es, con el gobierno sostenido como pura acción de los intereses de la acumulación, combatiendo para reducir las mediaciones estatales y públicas, acotar las regulaciones legales y producir un nuevo salto en la distribución regresiva de la riqueza.

Hace unos meses, circuló un video, realizado con inteligencia artificial, donde se mostraba la Franja de Gaza como el territorio de instalaciones confortables para el turismo de elite. Allí donde hay guerra se prometen torres Trump. Precisamente, porque en las torres se nombra el sentido final del desplazamiento poblacional y el genocidio a cielo abierto al que estamos asistiendo. Gaza es el punto más abismal, pero esa potencia de desertificación anida en la distopía libertariana, que viene a producir tierra arrasada en las creaciones sociales y bienes colectivos, para convertir todo lo existente en mercancía transable.

Son políticas que implican, en Argentina, un deterioro consistente de las condiciones de vida de las mayorías, y son agitadas con una obscena disposición a la crueldad. Y que se presentan munidas de la definición ideológica de un combate al que llaman batalla cultural. Así, han definido a un conjunto de la población como enemigo, con especial énfasis en señalar a feministas, activismos de la disidencia sexual, existencias trans. Un conjunto de personas catalogadas como alteradoras del orden que se hace necesario reponer para que la sociedad vuelva a su quicio.

Ese intento puede ser considerado el nombre de fascismo, menos para citar una genealogía historiográfica que para señalar el drama de un cierre de las opciones vitales y el camino represivo que socava la institucionalidad democrática en nombre de una enemistad que todo lo permite. 

Hemos marchado, desde la Columna mostri, con la bandera La vida está en riesgo, para mencionar esos ataques, pero también el subsuelo de despojos sobre los que se erigen, porque cada vez más asistimos a la destrucción de lo humano y sus derechos.

Segundo gesto: sostener que el problema es más amplio que la enunciación gubernamental. Porque si esa es una estrategia de las ultraderechas y su modo de construir gobernabilidad, no pocas complicidades se traman en las respuestas de los grupos opositores. Con el argumento de que las luchas por los derechos civiles bajo el momento neoliberal anterior desplazaron o sustituyeron las peleas por la desigualdad, no hay pocos discursos que menoscaban esos derechos en nombre de la urgencia del hambre o los dramas sociales. Y de ese modo, convierten a feministas, activistas trans, disidencias en un adversario antes que un aliado, en tanto su visible militancia postergó la elaboración de otras estrategias políticas. Como si lo escuálido de la lucha de clases y la timidez de los gobiernos progresistas fueran responsabilidad de aquellas personas que sí nos hemos dado una estrategia, una agenda, una capacidad de interpelar. Nos acusan, para decirlo rápido, de ser responsables de una debacle política que termina en el gobierno ultraderechista.

Ese argumento borra las discusiones e intentos que se dieron dentro de los transfeminismos de construir nudos de articulación antineoliberal (con los paros internacionales, las alianzas sindicales y la expansión de feminismos populares que se encontraron dando la pelea por la vida en muchos territorios). A la vez, menos que reponer las peleas por la igualdad, nos sitúa frente a un ninguneo de la importancia de las políticas por la identidad, consideradas superestructurales o accesorias. No parecen menos interesadxs en reponer un orden que las fuerzas que hoy gobiernan, pero lo hacen, más enfáticamente, en nombre de los desposeídos de la tierra.

Tercer gesto: y por casa, ¿cómo andamos? Es necesario reconstituir, afianzar, imaginar este sujeto transfeminista hoy atacado. Y eso implica una serie de discusiones y desafíos.  Una, la necesidad de salir de la lógica punitivista y cancelatoria que se ha expandido, como tercerización del conflicto y resolución de los litigios por la vía del castigo. Otra, la reducción de los feminismos al sujeto mujer. No son dimensiones separadas. Se inscriben en una antigua genealogía rioplatense, porque la figura de la cautiva (blanca), narrada una y otra vez en la literatura, el teatro y las artes visuales, nombra el condenable despojo de los cuerpos de las mujeres para ocultar y legitimar, en el mismo movimiento, la ocupación colonial y la opresión racial. De algún modo, esa historia se actualiza, cuando actuamos sin precauciones en la construcción de un sujeto que se presenta con la figura idealizada de la víctima, que encuentra su legitimidad cuando más se presenta como pasiva. Alguien debe ser castigado por esas violencias. La reducción de la agencia femenina a la condición de víctima no es posible de separar de la demanda de un castigo individualizado, en el que se inscribiría el combate contra el patriarcado.

Es claro que los feminismos son plurales y un terreno de querellas, pero este hilo mujeril y punitivista tiñó gran parte de la experiencia, produciendo una separación brusca de otras identidades de género. No sabemos aún, pero intuimos, hasta qué punto la eficaz interpelación de los más jóvenes por parte de las ultraderechas, no se asienta sobre esa separación de su propia inscripción en la última y más potente de las utopías que por aquí se han puesto en juego, y que ha sido la de los feminismos.

Menos sabemos si otra interpelación, una convocatoria a disputar contra los dueños del capital devenidos propietarios del mundo, es posible hacerla, para todxs, desde los transfeminismos. Quizás sí, si podemos partir de la vulnerabilidad compartida, desde una fragilidad en la que nos reconocemos. 

Se trata, creo, de buscar la radicalidad no en el recorte separatista sobre las mujeres (como sí se hizo en los años anteriores, tanto en la expansión de los feminismos masivos del Ni una menos como en la marea verde), sino en la potencia politizadora de un sujeto surgido de alianzas. Este año, el gran acontecimiento multitudinario del 1 de febrero, la marcha antifascista y antirracista organizada a partir de los discursos homofóbicos del presidente en Davos, mostró esa posibilidad de desbordar las políticas de la identidad. Cuando se enuncia: sólo hay dos géneros, fascistas y antifascistas, se produce ese desborde, ratificado en las calles, en las multitudes que se convocaron más allá de sus identidades sexo-genéricas. Abre un camino, una exigencia, una posibilidad: el tejido de un frente antifascista. Capaz de desbordar la agenda identitaria, para pensar la cuestión de las tierras y las comunidades originarias; tomar la cuestión central de las jubilaciones, el fin de la moratoria y la eugenesia convertida en política de Estado; la desaparición de políticas sociales y el sostén de los lazos comunitarios para reproducir la vida.

Los transfeminismos son historias de tenacidad, de preservación cuando arrecia la tormenta, de confabulaciones pequeñas y grandes conspiraciones, experticia en buscar intersticios, localizar, situar, armar cooperación nacional e internacional. Hoy pueden ser el corazón de una nueva articulación en las luchas contra la desigualdad desde la defensa de formas de vida más plenas. 

Contra el cierre fascista, la utopía feminista, transfeminista, la de vidas dignas de ser vividas para todxs. Esa palabra puede sonar excesivamente esperanzada cuando arrecian las fuerzas destructivas. Por lo mismo, es necesaria.

Cuarto gesto: Contar una historia. Supe de un náufrago este año. Alguien que cayó de una lancha en mar adentro. Sobrevivió nadando unas diez horas. Contó que varias veces pensó en dejarse ahogar, tanto era ese mar y tan potente que daban ganas de abandonarse. Pero a lo lejos vio una pequeña torre, un atisbo de la tierra. Y deseó llegar. Y nadó entre calambres, cansancios, temores. Tanto es el mar de esta época que no pocas personas abren la boca para dejarse ir hacia un modo de la complicidad. A veces festejan, otras se dejan hablar por la lengua del momento. Incluso, pueden agenciar como propias ideas los mandatos de la destrucción mutua. Si los transfeminismos portan una potencia utópica, es porque pueden buscar en sus propias memorias y en la fragilidad de las vidas, una palabra que diga que tras la tormenta se avizora una playa, una pequeña torre a la distancia, y que hay maderas, un poco de agua dulce, unas ganas de remar, un entusiasmo compartido.

María Pía López es Dra. en Ciencias Sociales, ensayista, investigadora y docente. Publicó diversos ensayos y novelas. Activista del colectivo Ni Una Menos.