Derechos, libertades y Estado laico en riesgo en la Argentina de Milei

Semanas atrás, el presidente Javier Milei visitó la provincia del Chaco. Su viaje no estuvo motivado por el lanzamiento de una obra pública ni por la apertura de una fábrica, sino por la inauguración del ‘Portal del Cielo’ de la Iglesia Cristiana Internacional, el mayor templo evangélico del país. En el altar, Milei pronunció un discurso con referencias a las sagradas escrituras para cuestionar el “pecado” de la justicia social. Una línea interpretativa muy peculiar, por cierto.

Tanto la escenificación de púlpitos con dirigentes políticos como la invocación a simbologías y lenguajes bíblicos en las alocuciones políticas no son una novedad. Han sido una constante en la historia argentina y responden a una cosmología y a una praxis que integra más que escinde lo religioso y lo político.

En este caso, Milei reactualiza esos rasgos de la cultura política, pero con otra impronta ideológica y con otros actores como protagonistas del repertorio. Este acercamiento del presidente al mundo evangélico se suma a otros gestos ocurridos durante su mandato. En 2024, se sancionó la Ley N° 27.741 que declara al 31 de octubre como el Día de las Iglesias Evangélicas y Protestantes. A su vez, en el contexto de una reformulación de las asignaciones a los comedores comunitarios, la ministra de Capital Humano, Sandra Pettovello, firmó un convenio con la Alianza de Iglesias Evangélicas de Argentina (ACIERA) para canalizar la ayuda social a través de estas entidades confesionales. Recientemente, el pasado 22 de julio, el Decreto Presidencial N° 486 dispuso la reglamentación de la personería jurídica religiosa, una demanda reclamada por los líderes evangélicos. La presencia de pastores evangélicos en el acto ‘La Derecha Fest’ en Córdoba completa el mapa de aproximaciones y afinidades. El devenir del tiempo dirá si estamos ante la génesis de una alianza estratégica. Está claro que el espacio de La Libertad Avanza busca sumar actores en el territorio y las iglesias evangélicas han ganado capilaridad social en los sectores populares. Pero nada es tan lineal y la legitimidad religiosa obtenida no se traduce en un activo político de modo mecánico.

Ahora bien, así como en el catolicismo hay diversidad de expresiones que conviven con mayor o menor armonía, en el campo evangélico encontramos también un universo heterogéneo. Resulta importante registrar la pluralidad y dispersión que existe al interior de los espacios religiosos -más aún en aquellos que no tienen una estructura institucional centralizada- para evitar caer en reduccionismos o en análisis simplificadores.

Planteada esa aclaración, se advierte como un signo de este tiempo los vínculos que construyen las derechas mundiales con sectores religiosos conservadores, entre los que asumen mayor visibilidad pública aquellos de procedencia evangélica. De allí, el paralelismo de los lazos enhebrados por Milei con los de Donald Trump en Estados Unidos y Jair Bolsonaro en Brasil. En Estados Unidos, el ‘Cinturón Bíblico’ referido a nueve estados del sur del país, de fuerte presencia evangélica, ha sido uno de los pilares de la campaña de Trump. En Brasil, Bolsonaro decidió bautizarse en las aguas del Rio Jordán. Este ritual fue el punto de partida de su vínculo orgánico con las grandes iglesias evangélicas del país, las cuales tuvieron una fuerte presencia durante su gobierno.

Si bien todo análisis debe contextualizarse para desentrañar las particularidades de cada país, emerge un denominador común constitutivo de ese lazo político-religioso: la estrategia de imponer una agenda moral reactiva a los derechos vinculados al género y la sexualidad. La ‘defensa de la vida y la familia’ y la lucha contra la denominada ‘ideología de género’ aparecen como retórica para contrarrestar las reivindicaciones de los movimientos feministas y de la diversidad sexual.

Los avances en nuestra región -dispares, pero avances al fin- en materia de identidades sexuales, de género y prácticas no reproductivas se tradujeron no solo en regulaciones legales, sino también en una mayor aprobación ciudadana al compás del reconocimiento de la pluralidad existente en las sociedades contemporáneas. Claro que, en un mismo entramado social, conviven la valoración de una sociedad diversa que promueve la autonomía de las personas sobre sus cuerpos con miradas refractarias a esos procesos de cambio y defensoras de modelos familiares y sexuales tradicionales. Son estas subjetividades el ancla sobre el que se posiciona una derecha conservadora que, en su pretensión de recuperar el terreno perdido, encuentra un aliado en aquellos sectores religiosos. Se proyecta, de ese modo, un escenario de legitimación religiosa a las experiencias políticas de derecha y de incidencia confesional en las agendas gubernamentales. Interesa entonces analizar qué implicancias tiene esta configuración sobre las bases de un Estado laico.

En el caso argentino, Milei hace de la libertad uno de sus principales estandartes discursivos. Una arenga que, en el plano de lo teórico, vendría a contraponerse a la ‘opresión’ del Estado como “representante del Maligno en la Tierra”. Vale preguntarse entonces por la traducción práctica que asume esa idea de libertad en la vida cotidiana. Basta recordar su discurso en Davos, Suiza, asociando la homosexualidad con la pedofilia, para advertir el desvanecimiento de la prédica libertaria a la hora de respetar la libertad sexual de las personas.

Durante su gestión, se eliminó el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad de Nación; se rechazó la Resolución de la ONU para eliminar y prevenir la violencia contra las mujeres; se modificó a través de un decreto la ley de identidad de género y se denostó la enseñanza de Educación Sexual Integral al catalogarla de ‘adoctrinamiento’ y ‘corrupción de menores’, entre otras acciones y pronunciamientos contrarios a los derechos ciudadanos y las libertades civiles.

La laicidad es un concepto debatido en las Ciencias Sociales aunque, al mismo tiempo, su circulación trasciende el ámbito académico. Como principio, el Estado laico no está sujeto a una religión en particular, sino que el basamento de sus políticas públicas y su normativa está dado justamente por la ampliación de los derechos sociales y las libertades civiles. Garantiza a todas las personas el ejercicio de su libertad de conciencia y de su autonomía para decidir en un ambiente de respeto y valoración de la diversidad.

En la plena vigencia de un Estado laico, los derechos no son mandatorios. Ninguna mujer está obligada a interrumpir su embarazo, si no lo desea. Pero habilita el marco jurídico y sanitario para quien ha tomado esa decisión, por los motivos y convicciones que fueren. Aunque parezca una obviedad, vale aclararlo, porque los equívocos abundan cuando hablamos de laicidad, tal vez por experiencias históricas beligerantes en algunos países, que han llevado a asociar la laicidad con la exclusión o incluso la persecución de lo religioso. El Estado laico, al no estar subordinado a ninguna religión en particular, lejos de clausurar las convicciones religiosas, su autonomía le permite respetar a todas las iglesias por igual y garantizar el más pleno ejercicio de la libertad religiosa y de conciencia. La laicidad no implica el abandono del dogma religioso, sino la posibilidad que cada uno sea libre en la elección de sus creencias y de sus prácticas. Un sociólogo francés, Emile Poulat, expresó que el Estado laico no obliga a nadie a sacrificar sus principios, tan solo propone un nuevo arte de vivir juntos.

Y de eso se trata, de que cada quien puede ejercer sus libertades en base a su repertorio de creencias. En ese sentido, la proclama libertaria que restringe derechos da cuenta más de una apropiación semántica de la idea de la libertad que de una identificación concreta con sus implicancias prácticas. La atmósfera hostil hacia la otredad, hacia lo diferente, que trasunta la secuencia de intervenciones del presidente en sintonía con sus seguidores en las redes sociales, refleja la aversión manifiesta del actual gobierno para con los supuestos de un Estado laico.

Para que el Estado pueda ser garante de las libertades civiles, no resulta posible, en sociedades democráticas y plurales, que se pretenda imponer a la sociedad en su conjunto, una moral en particular. Es legítimo que las múltiples perspectivas, religiosas o no, participen del debate público; lo inaceptable es la imposición de una moral particular a toda la sociedad. Así como se ha cuestionado la incidencia de la jerarquía católica sobre las esferas gubernamentales para que las normativas y las políticas públicas se ajustaran con su ideario de valores; del mismo modo resulta improcedente la imposición de una nueva agenda surgida de las alianzas entre las derechas políticas y sectores religiosos conservadores que atenta contra los derechos sexuales y reproductivos.

Las incursiones de Milei en el campo evangélico reactualizan aquella herencia histórica signada por procesos de legitimación recíproca entre lo político y lo religioso. Más que una ética laica/secular diferenciadora de los campos de injerencia de lo político y lo religioso y legitimadora de la autonomía estatal, prevalece una cosmovisión que integra y complementa ambas dimensiones, cimentada por una cultura confesional tan arraigada como naturalizada. En ese derrotero, los cimientos de la laicidad estatal vuelven a erosionarse, con afectaciones concretas a los derechos y libertades civiles.

Ahora bien, los procesos de democratización y de pluralización cultural que repercuten en los niveles de desafiliación e indiferencia religiosa, tornan cada vez menos eficaz a nivel social la simbiosis político-religiosa. O, en otros términos, amplifican la disociación entre el grado de secularización societal y los niveles de laicización estatal. Pero el imperativo democrático de organizar la convivencia social en el marco de una diversidad creciente seguirá pulsionando sobre el reconocimiento de los multiplicados derechos ciudadanos.

El desafío contemporáneo, no solo ya de nuestro país, sino de los Estados en general es cómo velar en el largo plazo por derechos que garanticen la diversidad familiar, cultural, religiosa, sexual, etc. En otras palabras, cómo consolidar normativa y culturalmente los cimientos de una sociedad incluyente con una convivencia plural, para que ninguna experiencia política pueda desandar los caminos conquistados.

La defensa de la pluralidad y de la inclusión son hoy una posición ideológica, una decisión política y una visión estratégica. Debe transversalizar las agendas de los movimientos sociales y dar sentido a quienes sueñan con sociedades plenas de derechos.

Sobre el autor | Juan Cruz Esquivel es Doctor en Sociología, Investigador del CONICET y Profesor de la Universidad de Buenos Aires.

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